Por: Pablo Marshall y Florencia Herrera
Pablo Marshall, director alterno del Núcleo Milenio DISCA, Universidad Austral de Chile.
Florencia Herrera, directora del Núcleo Milenio DISCA, Universidad Diego Portales.
Publicado originalmente en El Desconcierto.
La Cámara de Diputadas y Diputados se encuentra discutiendo una norma para establecer sanciones por no votar. En el papel, la idea suena impecable: si votar es un deber, su incumplimiento debe tener consecuencias. Sin embargo, detrás de esta aparente lógica se esconde una profunda injusticia que castiga, no al apático, sino al que no puede concurrir a votar, o para quien votar implica altos costos económicos, físicos o emocionales.
Ir a votar, para miles de nuestros compatriotas con discapacidad, es una odisea. Pensemos en la persona usuaria de silla de ruedas frente a un local de votación sin rampa o con una mesa de votación en un segundo piso sin ascensor; o en el adulto mayor que vive en una residencia de larga estadía, cuya movilidad depende de la buena voluntad de un personal sobrecargado y cuyo local de votación puede estar a kilómetros de distancia.
Para ellos, el Estado junto con establecer esta obligación, no está facilitando su cumplimiento. Y ahora, con esta reforma, puede además convertirse en creador de más barreras y una carga económica.
Los defensores de la moción dirán que existen excepciones. La ley permite excusarse por enfermedad o por «otro impedimento grave», pero aquí radica la crueldad del sistema. La discapacidad o la falta de accesibilidad no es una excusa automática: la ley obliga a estas personas a entrar en un laberinto burocrático, pues deben, primero, esperar la citación de un Juzgado de Policía Local. Luego, deben acudir a demostrar su «impedimento grave» ante un juez que, con toda su buena fe, “apreciará la prueba según la sana crítica” (véase Boletín 17000-06).
Imaginen la escena: un ciudadano que no pudo votar porque su entorno no es accesible, ahora debe gastar tiempo y recursos para probarle al propio Estado que no concurrió a votar porque el Estado no facilitó su participación. Probablemente, se enfrentará a un Juzgado de Policía Local aún más inaccesible que el local de votación. Es una lógica kafkiana, una revictimización en nombre de la democracia.
Aquí es donde nuestro sistema legal se muestra contradictorio. Por un lado, tenemos la Ley de Inclusión (N° 20.422) y la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, que Chile ratificó. Ambas obligan al Estado a garantizar la accesibilidad y la participación política en igualdad de condiciones, lo que requeriría invertir en rampas, en transporte accesible, en capacitación a los vocales de mesa y en formatos de votación inclusivos. Por otro lado, impulsamos una reforma que, en la práctica, sanciona económicamente a las personas por las fallas del Estado en cumplir con esas mismas obligaciones. Es una contradicción flagrante.
Una democracia no se fortalece aumentando las multas. Se fortalece asegurándose de que cada ciudadano, sin importar su condición, pueda llegar a la urna, donde somos todos iguales: una persona, un voto. Frente a este diagnóstico, no basta con la crítica: es necesario proponer soluciones, muchas de las cuales ya funcionan en otras democracias con voto obligatorio y que podríamos adaptar con voluntad política.
Con todo y complicaciones, alrededor de 80% de las personas con discapacidad en Chile considera importante o muy importante votar, según una encuesta que aplicamos desde el Núcleo DISCA el año pasado. Implementar estas medidas no debilitaría nuestra democracia; al contrario, la fortalecería. Demostraría que nos importa más la inclusión real que la participación forzada, y que estamos dispuestos a crear un sistema donde el derecho a votar sea una garantía para todos, y no solamente para quienes no enfrentan barreras.